viernes, 14 de mayo de 2010

Trabajando en el campo

Todo estaba muy oscuro. Extendí mi brazo izquierdo lo más que pude y a tientas, busqué mi reloj de muñeca en el velador. No encontré ni el velador, mucho menos mi reloj.
De pronto recordé que no me encontraba en mi casa. Abrí lo más que pude mis ojos y me levanté de la cama para abrir la ventana de madera que se encontraba al frente. No pude evitar un estornudo al observar unos fuertes rayos de sol en dirección a mis ojos.

Me asomé por la ventana de aquel segundo piso: en la planta baja, lo más próximo a mí, era un patio gris de cemento cercado con alambre de unos dos metros de altura.
Por el lado derecho, transitaba una ruidosa y vieja camioneta azul que saltaba a medida que avanzaba sobre las piedras de la única carretera de San Pablo. Y al fondo se podían ver las amarillas plantaciones de cebada y trigo, rodeadas con hierbas y árboles con escasas hojas.

Fue en ese instante cuando me fijé en lo mucho que había dormido. Regresé a la cama, tomé mi reloj de su cabecera, y constaté que eran las siete de la mañana.
Esta hora, en el campo, ya es muy tarde puesto que las labores inician a las tres de la mañana.
Después de cambiarme de ropa, salí corriendo, y bajé lo más rápido que pude, las gradas que estaban al frente del cuarto.
Di vuelta a la derecha e ingresé a la cocina. Por casualidad encontré a la señora Marianita, quien sólo había regresado por una botella con agua para llevarla a sus compañeros de trabajo.
Atravesamos el patio, la carretera empedrada y llegamos a un camino angosto de tierra que se localizaba entre ramas de maíz, que sobrepasaban mi tamaño con un metro.

Caminamos durante quince minutos entre subidas y rectas. La señora Marianita me daba su mano para no resbalar en el lodo. Ella tenía mucho equilibrio y usaba botas de caucho que la mantenían firme en el piso. Sobre sus hombros llevaba un costal y dentro de éste, palas, azadones y una herramienta filuda en forma de arco llamada oz.

Llegamos a una de aquellas plantaciones que había observado desde la ventana del cuarto. Me senté en un bordo de hierba no muy alto, mientras Marianita y diez personas más (cuatro mujeres y seis hombres), a quienes llamaba peones, tomaban sus herramientas y se distribuían por un terreno de cien metros, aproximadamente.
Marianita cogía en su mano derecha la oz, se agachaba y con su mano izquierda empuñaba por la mitad, algunas ramas de trigo y las iba cortando por la parte baja.
Eso es lo que realizaba todos los peones en ese territorio.

Después de veinte minutos seguidos de trabajo, Marianita incorporaba su cuerpo correctamente, y se limpiaba, con una toalla pequeña y cuadrada, el sudor que había provocado esta jornada de trabajo y el sol tan ardiente de la mañana.
Me pregunta la hora, y sorprendida respondo que eran las once. Los peones guardan sus herramientas en sus costales personales y empezamos una caminata hacia la casa.
Al llegar, el almuerzo estaba servido, y un peón tras otro se iban sentando alrededor de la mesa. La hija de Marianita se había encargado de la preparación de un caldo de patas y arroz con menestra de lentejas, platillos que se terminaron rápidamente.

Eran las doce de la mañana. Marianita despide a sus empleados, sin antes cancelarles veinticinco dólares por su trabajo a cada uno.
Retrocede y encuentra un sillón, deja caer su cuerpo sobre él, e inmediatamente baja su cabeza, sus ojos se cierran, y duerme.

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