Millones de denuncias alrededor del mundo confirman la maldad de los seres humanos. Ni siquiera aquellos que son una especie de ejemplo para los seguidores de un doctrina (en este caso, la católica), quedaron exentos de hechos atroces como el abuso sexual. Violentar la sexualidad de un individuo no sólo provoca daños físicos sino también psicológicos y perdurables a través de años de vida.
En este momento, vienen a mi mente aquellas clases de educación en valores que recibí en un colegio católico. La madre rectora diciendo que la Iglesia quiere la unión del grupo humano para obtener un mundo de paz, que esté libre de hechos descabellados que provoquen la desdicha de muchos.
Ahora bien, no me atrevería a decir que la Iglesia católica no procura el bien para los seres humanos. La fe es ferviente e inquebrantable y me permite afirmar que muchos representantes de la Institución no han pensado en este tipo de abusos. Sin embargo, no se puede descartar que las leyes canónicas, que por descuido o prohibiciones, no nos hemos atrevido a revisar, describen puntos sustentados en injusticias, promulgadas por el poder eclesial.
Permitir a los sacerdotes, que conociendo delitos no los denuncien es atentar contra la integridad del otro. Y mucho más aún cuando se trata de actos violentos que agreden a seres inocentes de cortas edades. El Código de la Niñez, en el Artículo 50 “garantiza el derecho de los niños y los adolescentes a que se proteja su integridad física, psicológica, cultural, afectiva y sexual. No podrán ser sometidos a torturas, tratos crueles y degradantes”.
Así como este Código, existen leyes a nivel mundial que pretenden la erradicación de actos de abuso y el cuidado de inocentes. No obstante, nadie puede hacer mal uso de las normas para cometer delitos. Divaga una pregunta en mi mente y en la de muchos. ¿De qué manera la Iglesia quiere inculcar el respeto a la vida del prójimo si algunos clérigos violentan a los demás?
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