miércoles, 26 de mayo de 2010

II Carnaval de Guaranda

Las baldosas brillaban con intensidad. Eran las 10 de la mañana del 8 de enero del 2008 y el timbre de la casa de Custodia dio tres repiques seguidos. Miguel Ángel, Ángel, Oswaldo y Rodrigo Chora acompañados por Salomón Verdezoto y Miguel Michuy llegaron.

Ingresaron a la sala y tomaron asiento en los muebles de madera ubicados en forma cuadriculada.

Custodia tomó entre sus manos cinco hojas de papel bond y habló sobre la organización para la noche de la fiesta. Rodrigo sería el animador; Pedro Monar, Carlos Suasnavas y Manuel Enrique Chora cobrarían a la entrada los tres dólares por pareja; Martha, Jessica, Alexandra atenderían en el bar; Salomón realizaría la exaltación a la reina y Miguel Ángel recibiría a los artistas.

Las comisiones estaban organizadas pero faltaba designar a la reina y al Taita Carnaval. Don Miguel Michuy sería el gran anfitrión de la fiesta y su sobrina Ángela, una muchacha de ojos claros y cabello delgado, la reina.

Llegó la noche del ocho de febrero. A las puertas del local de la Av. Ajaví y Huigra se posesionaba una camioneta vieja. Descendió un hombre de grandes ojeras y dos de sus compañeros tras él. Descargaron tres grandes equipos y cuatro parlantes y poco a poco los ingresaron al lugar. Subieron cinco gradas y llegaron a la esquina derecha del escenario en donde armaron su equipo de disco móvil, conectaron algunos cables y probaron la música.

Los encargados de la recepción de tarjetas se encontraban detrás de una ventana pequeña. En una mesa adjunta, tenían un marcador con el que detectaban la legitimidad de los billetes que recibían. Manuel se encargaba de requisar a los hombres e Isabel a las mujeres en el gran portón negro de la entrada.

Hacia la derecha de la puerta había un cuarto de grandes dimensiones. Un grupo de hombres y mujeres corrían de adentro hacia afuera por una puerta camuflada, ingresando canguil, limones, cajas de ron y whisky, empaques de gaseosas, fundas de hielo, cafeteras, envases y demás utensilios para el servicio del bar. Martha recibía todos estos objetos y los ordenaba de manera que pudiese agilitar su servicio.

Mientras tanto, al local ingresaban un número masivo de personas, a partir de las 19 horas. Las mesas se iban agotando y la posibilidad de reservación era nula.

Después de una hora y media, no cabía nadie más en el lugar. Las mesas estaban ocupadas y las 200 sillas que estaban apiladas en una esquina habían desaparecido. Tal era la desesperación de las personas que esperaban afuera, que aceptaron observar toda la programación de pie.

Rodrigo subió en forma agitada las gradas. Uno de los jóvenes que estaba con el disco móvil le entregó un micrófono. Lo encendió y su ronca y elevada voz se escuchó, dando la bienvenida a la gran peña bailable de carnaval.

Desde el extremo opuesto al escenario, una joven de vestido descotado caminaba lentamente sujetándose del brazo de su caballero. Era Ángela, la reina. Balanceaba su mano de un lado hacia otro saludando a todos los asistentes.

Llegó al escenario y Miguel Ángel la esperaba para colocarle su corona y cetro. Los aplausos y la algarabía no cesaron hasta que Salomón Verdezoto sujetó el micrófono.

Aquel hombre de largos bigotes se distinguía por su elegante vocabulario. Espontáneamente, surgió de sí un verso: ¡Qué bonita está la reina, su papá está orgulloso, cuando le van a hacer suegro, a de poner cara de oso. Y descendió del lugar

Mientras tanto, tres meseros llegaban constantemente al bar llevando consigo algunas órdenes de licor por cumplir. Martha daba las órdenes para agilitar el trabajo. A un costado del bar Miriam y Nely preparaban café y de una gran olla extraían dos chiguiles para colocarlos en platos plásticos y venderlos a los hambrientos que solicitaban.

Tula cobraba y guardaba el dinero en una caja registradora. Sus manos estaban temblorosas a causa del parkinson que sufría y los temblores de su mano crecían cuando un número elevado de personas se congregaban al mismo tiempo para cancelar sus deudas.

La reina bajó del escenario con su caballero y al llegar a la pista empezó a bailar el carnaval. Consecutivamente daba dos pasos a la derecha y dos a la izquierda, sujetando a su pareja por el hombro y sintiendo su mano en la cintura.

Los hombres se retiraban sus chompas o levas y las colgaban en los espaldares de las sillas. Se desprendían de todo aquello que les estorbaba y lo acumulaban en torres de ropas. Las parejas salían a la pista a bailar. Otros, de pie o sentados, consumían el licor que había en sus respectivas mesas.

Don Isidro Monar ingresó un cajón vacío al salón, lo colocó en el suelo y sobre éste, el combo que había comprado en el bar hace pocos minutos. Aplaudía. El mantenerse parado no lo incomodaba. Como él y su familia, muchos siguieron su ejemplo en el uso de cartones.

En la parte posterior al escenario, había otra puerta. Custodia la abrió e ingresaron Manolo Escobar y Mauricio Silva, más conocido como el Brigadier, conductores del programa Cantares del Alma de la emisora quiteña Francisco Estéreo.

Rodrigo interrumpió la pieza musical y dio la bienvenida al dúo de animadores.

Mauricio tenía sobre su ceja derecha un pedazo de esparadrapo que ocultaba una cicatriz. Cuando hablaba se notaba su molestia pues no podía fruncir su frente ni alzar la ceja.

De todos modos, cogió el micrófono y presentó al grupo invitado. Por la misma puerta entraron tres hombres de baja estatura. Usaban ponchos rojos con rayas negras, pantalones oscuros y traían equipos de amplificación, dos guitarras comunes y una eléctrica.

Eran los Conquistadores, un grupo musical guarandeño que diariamente cantaban en el exterior de las instalaciones del Centro Comercial del Ahorro “Hermano Miguel”, en el centro de Quito.

Empezaron su repertorio musical entonando la copla más conocida de carnaval: “A la voz del carnaval, todo el mundo se levanta, más conociendo la voz, de quien suspirando canta.”

La gente bailaba. El orden de las sillas y la limpieza de las mesas habían desaparecido. La ropa y las bebidas se hallaban juntas. Muchas chompas se confundieron y la atención en el bar creció.

Eran las doce de la noche y el licor se había acabado. Manuel y Custodia salieron del local en busca de licorerías abiertas para comprar más bebidas.

El avanzado estado etílico se empezó a notar. Habían grupos de dos o tres hombres abrazados, con sus cabezas colgadas y en sus manos, vasos con ron hasta la mitad. Otros bailaban fuera de ritmo y manteniendo con dificultad el equilibrio. Se escuchaban algunas mesas caer y a muchas personas reclamar por sus pertenencias. No recordaban en qué lugar las habían dejado.

Las columnas de personas en los ocho baños eran largas. Había una mayoría de mujeres. Las que no ingresaban a los sanitarios se colocaban frente al gran espejo para tratar de cubrir con maquillaje su cara demacrada, sus ojos rojos, sus pestañas caídas…

Repentinamente, por el portón principal ingresó un personaje. Tenía un sombrero de baquero, camisa blanca cubierta por un poncho negro, pantalón jean y sobre éste, un zamarro de piel de caballo y botas negras y puntiagudas. En su mano derecha traía una funda con talco y en la otra una carioca. Desde su hombro colgaba un galón amarillo. A medida que se acercaba al escenario, daba de beber a la gente del líquido. Las personas absorbían grandes cantidades. Sus rostros se tornaban rojos, hacían muecas, cerraban con fuerza sus ojos o se atoraban. No había duda. Esas reacciones se producían después de haber bebido el tradicional pájaro azul.

Ángela se acercó a su tío, Miguel Michuy, el Taita Carnaval. Juntos bailaron, arrojaron carioca y se encargaron de colocar delicadamente talco en los rostros de los asistentes.

Jéssica y Alexandra vendían en el bar cariocas y frascos de talco. La gente se contagió de la alegría y como niños, empezaron a jugar unos con otros.

A las dos de la mañana, el licor que había comprado Custodia se acabó. Martha y sus ayudantes salieron del bar para bailar y cantar los pasillos que cantaban los Conquistadores.

Algunas mujeres, que aún se mantenían relativamente sobrias, buscaban a sus maridos bajo las mesas, en los baños o en los rincones.

Pedro Monar y Carlos Suasnavas, recogieron del piso al Taita Carnaval y lo condujeron hacia un taxi que lo esperaba. Como él, hombres y mujeres salían en brazos de propios o extraños.

Los baños lucían desastrosos: lava manos cuibiertos de cabellos, llaves de agua abiertas, baldosas mojadas y tazas de baño rodeadas de masas amarillas y olores putrefactos.

Los pocos que quedaron en el local ayudaron a recoger las sillas y las mesas, recolectar la basura en grandes bolsas negras y sacar a los borrachos cuyas familias se desconocían.

En los exteriores, la gente esperaba taxis, trataban de encender sus vehículos o se sentaban sobre las hierbas a seguir tomando o a llorar. Eran las primeras horas del domingo.

Dos semanas después, los miembros del Comité con sus familias viajaron a San Jacinto. A las 9 de la mañana sus hijos se reunieron en el Parque central, alrededor de la estatua de Don Genaro Mestanza, constructor del lugar.

Jéssica les repartía a Martha, Alexandra y Katherine dos faldas de colores fosforecentes con pliegues, blusas adornadas con flores, fachalinas rosadas y sombrero blancos del cuero de la vaca; y a Marco, Alejandro y Alex, pantalones cortos, camisas blancas sombreros negros y ponchos azules.

Caminaron por carreteras empedradas durante cinco minutos a pie desnudo. Llegaron a la Parroquia de San Vicente y observaron a trece grupos más, cada uno con sus respectivos trajes. Se colocaron en el último puesto, detrás de una camioneta adornada con sábanas y globos en donde estaba Ángela, luciendo el mismo vestido de la gala de su coronación.

Sus padres les arrojaban carioca en sus trajes. El desfile comenzó.

Bailaron alrededor de una manzana de casas con balcones. Desde allí, las bombas y baldazos de agua cayeron.

Arribaron a la cancha de fútbol de la parroquia. Sus pies estaban lastimados. Sus rostros mostraban fatiga. Alex miró a sus compañeros con detenimiento y se escuchó de su boca el grito ¡Qué viva el carnaval e ingresaron a la bailar.

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